lunes, 31 de octubre de 2011

Mi altar de día de muertos

Festejo con alegría el día de muertos. Sé que para algunos extranjeros el hecho de que los mexicanos se vistan de calaveras, o que velen en los panteones a la media noche comiendo atole con pan de muerto les parezca escalofriante, a mí me parece una tradición bien chida y hasta reconfortante.

En estos días, yo me desayuno y ceno un chocolatito bien espeso junto con un pan de muerto con forma de difunto, y a veces bebo atole calientito de sabor con calaveritas de azúcar grass que tienen mi nombre, y me caen de perlas en esta época de frío.

También voy a visitar al panteón a mis abuelitos y a algunos amigos que allí reposan, me topo con algunos parientes y platicamos sobre cosas banales. Les llevo flores a los difuntos, ayudo a la limpieza de sus tumbas, y me quedo sentado allí admirando la belleza de la muerte.

Algunas personas hasta les llevan serenata o música a sus difuntos, se ponen a hablar a sus tumbas como sí pudieran escucharlos, y hasta comen cerca de las tumbas como si el difunto también estuviera comiendo con ellos.

Yo me acuerdo de algunos de mis amigos que murieron en accidentes de tránsito o en accidentes de trabajo, y me digo: “Y pensar que estaba platicando conmigo hace un año, bromeábamos, estudiamos juntos en la Universidad, y hasta fuimos a la feria del pueblo varias veces, y ahora, como si nada, allí estás enterrado en una caja”.

El día de muertos no me pongo triste, me pongo alegre porque me acuerdo de muchos momentos felices que pasé con mis amigos difuntos, porque esos recuerdos se quedan fijos en la memoria y es como si mis amigos estuvieran todavía presentes con ellos, y también me alegro porque sé que están en un lugar mejor y siempre los recordaré como unos jóvenes alegres, (esa es la ventaja de morir joven), que, aunque yo me hago viejo con los años y cambia mi apariencia física, los muertos no envejecen, nuestros abuelitos, amigos y amigas muertos, conservan la misma edad que en el momento que murieron.

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